EN EL MONASTERIO: VIVIR EN SOLITARIO ¿ de qué, de quien?


                                               Foto por Claudio Vincenti - Pexels.com
                                               Gordes, Francia.


Cuando se acciona desde la voz del ser, no importa el resultado, hay algo en si mismo colmado, una alegría en ese hacer y nada más. 

Hace años viajé a un monasterio benedictino. Una pequeña habitación individual, una mesita para escribir, una ventana donde entraba la luz del sol y una silla: era mi lugar de residencia. 
La campana sonaba muy temprano para -quien quisiera asistir- a la misa, y allí me levantaba a escuchar los  cantos espirituales de los monjes. 
Los sabores de los alimentos eran exquisitos, cultivados en la huerta y el recordable dulce de leche casero. Las caminatas por el parque. 
Durante esos días empece a sentir que no necesitaba nada mas, fui descubriendo en ese modo simple y pasivo,  que mi vida allí tenía sentido.  
¿Como podía ser que sin todo lo acostumbrado pudiera sentirme tan bien? Pese a los momentos de incomprensión y dudas, algo interior susurraba es por aquí. 
No estaba pasando por un buen momento personal y un amigo me recomendó este lugar de silencio. 
El hospedaje estaba abierto a todos, recuerdo un señor mayor que era agnóstico y estuvo casi una semana. 
Por momentos el mundo religioso me resultaba extraño y en otras ocasiones encontraba algo que me acercaba. 


Pasaron muchos años de esa experiencia, y en semana santa con una amiga viajamos a una residencia de la Compañía de Jesús, para hacer voto de silencio durante los cuatro días. 
Esta vez, una habitación individual en un primer piso con vista al parque, una mesita y una silla. 
El voto de silencio era permanente y practicábamos ejercicios de meditación ignacianos.  
Los momentos donde estábamos todos juntos eran durante el desayuno, almuerzo, y la cena,  y aún así permanecíamos en voto de silencio. 
La comida era desabrida, y desde mi paladar tenía todas las características desagradables que uno se pudiera imaginar. 
Con el paso de los días fui comprendiendo, que esa manera de cocinar tenía el sentido de no distraer la mente ni el cuerpo con sensaciones placenteras. Al no ser la comida esa delicatessen acostumbrada, los pensamientos y sentimientos, la verdad de uno mismo- salía a la luz- sin ninguna sustancia que los  anestesiara. Es que no había forma de escapar a la sinceridad, la cual, a veces, era insoportable y dolorosa,  al ver el apego a tantas cosas, personas y a una vida sin sentido. 
Parecía una tarea difícil hacer voto de silencio, sin embargo me fui adaptando y me fue gustando. Tanto fue así, que cuando regresábamos en tren a la ciudad, me molestaba escuchar la charla sin cesar.  
En el silencio me sentía tan bien. 
Empecé a darme cuenta, cuantas veces hablaba por hablar, sin decir nada útil, y si tuviera que esperar a abrir la boca para decir algo vivo, creo que la mantendría cerrada todo el tiempo. 
Al retornar a la vida cotidiana seguí sintiendo esa necesidad de no hablar y al observarme y observar, me parecía como tan irreal todo lo que escuchaba, como si fuéramos marionetas hablando sin parar y sin tener noción de lo que estamos diciendo. 

Si vivo en Dios,  no vivo en solitario. 
  
Gracias por estar ahí.  Abrazo luminoso.